¿Y ahora qué?
Escrito en Lima, un 15 de junio de 2025. Primera entrada de La Parlanchina.
Era un once de abril, casi medianoche. Prendí una vela, encendí mi sunset lamp que compré por impulso en Temu, eché unas gotas de lavanda en la almohada y le puse play a un track de flautas tibetanas en YouTube que sonaba más a audio de conspiración que a meditación.
Tenía una misión: dormirme antes de que llegara mi cumpleaños número 25. Claro que no lo logré.
Pasé la noche en vela, inspeccionando las mismas cuatro paredes que me han visto crecer. Donde ahora está mi cama, antes estaba mi cuna. Donde hay un escritorio, hubo un cambiador. El baño es el mismo. Lo que parecía una piscina ahora es una tina a la que apenas entro, pero donde aún me siento a veces, por nostalgia o por puro cansancio.
Miré por la ventana. El árbol del frente creció tanto que deformó la vereda. Los vecinos ya no son los mismos. Todo está cambiando y yo ya no me siento la misma.
La vela que había prendido se apagó sola. Solo un pensamiento repetitivo me cerraba el pecho: un cuarto de siglo en este planeta y todavía no sé qué estoy construyendo.
Dicen que los 25 son la antesala de una crisis. La llaman quarter-life crisis. Es una etapa en la que te sientes demasiado grande para seguir improvisando, demasiado joven para tener seguridad. Sientes que deberías tener una pasión clara, una carrera definida, un fondo de emergencia, un máster en proceso, una firma digital… algo que te haga sentir adulta sin tener que fingirlo. Algo que te iguale a las publicaciones híper entusiastas de LinkedIn: “I’m happy to announce that I have…” y te quedas en blanco. Más bien, tu sensación es “I’m reluctant to announce that I have achieved nothing of weight yet.”
Así nace La Parlanchina, como un impulso. Es la necesidad de decir algo sin saber si tiene sentido, de crear sin buscar venderlo. De pensar sin llegar a una conclusión. Un journal digital para lo que no sé dónde guardar.
¿Por qué a la mitad de nuestros veintes todo se siente tan borroso? ¿Por qué justo cuando supuestamente empieza la vida adulta, nos sentimos más perdidos que nunca?
Entre los 25 y los 30, muchas personas atraviesan una especie de crisis de identidad adulta. No porque no hayan hecho cosas, sino porque hicieron muchas sin saber si querían hacerlas. Estudiamos lo que pensamos que era útil. Conseguimos el trabajo. Aprendimos a pagar cuentas sin entender del todo qué es lo que estábamos pagando. Y un día, nos preguntamos en voz baja: ¿esto es todo?
A nivel creativo, la crisis se complica más. Cargamos la expectativa de tener una estética personal, una voz propia, un plan. Como si ya no estuviera permitido probar. Como si el juego se hubiera terminado y ahora todo fuera evaluación. ¿Cómo se juega sin saber las reglas? ¿Cómo se crea si el miedo a hacerlo mal te paraliza antes de empezar?
Rick Rubin lo dice mejor que nadie en The Creative Act:
All art is a work in progress. [...] We’re not playing to win, we’re playing to play. And ultimately, playing is fun. Perfectionism gets in the way of fun.
Cerré ese libro (que estaba empolvado en mi estante, dicho sea de paso) y me acordé que antes de querer hacerlo bien, quería hacerlo. Que antes de pensar si iba a gustarle a los demás, escribía cartas que nadie leía. Jugaba. Me equivocaba. Y no me daba vergüenza no saber.
Así que La Parlanchina es un regreso al juego, un regreso a las cartas como formato. A una forma de pensar más lenta, más íntima, más libre. Por el momento, no tengo un calendario editorial ni una estrategia de conversión. Tengo un Notes App lleno de ideas sueltas, un lapicero en la cartera, y la voluntad de hacerme preguntas sin buscar una respuesta inmediata.
Déjenme presentarles a La Parlanchina.
Es un personaje curioso con vocación de cronista y alma de filósofa desordenada. Usa un gorro de detective, una blusa de algodón, unos pantalones que cambian de forma según el clima emocional, y siempre lleva una carta en la mano. Su trabajo es escribir lo que observa. A veces se mete en el mundo real para hablarle a personas que piensan que están leyendo un blog, cuando en realidad están abriendo una de sus cartas.
Tiene un pasado interesantísimo: estuvo ahí cuando el Principito aterrizó en el Sahara, conoció a Sofía Amundsen justo después de su escape de la trama de Knox, tomó un tour por Hogwarts guiado por el mismísimo Mr. Filch, y ayudó —brevemente— a Robert Langdon a descifrar símbolos. Le gustan los museos, las conversaciones largas, los silencios un poco incómodos, y las personas que no saben cómo contestar “¿cómo estás?” sin dudar primero.
Si estás en esa etapa donde todo parece indefinido, si estás cansada de fingir que deberías tenerlo todo armado, si te sientes lejos de saber hacia dónde vas pero igual quieres caminar (por si las moscas, a ver qué pasa), te has topado con el espacio correcto.
Si te gusta leer lento, con café o con insomnio, este espacio es para eso. Voy a escribir una vez a la semana. Una carta. A veces con estructura, a veces solo con ganas. Pero siempre con la intención de pensar en voz alta. Y de acompañar, un poco, a quien quiera leerme.
Prometí menos texto, pero esta es una carta de nacimiento. A partir de la próxima, Vuelvo al pocket-sized column que alguna vez le prometí a alguien cuyo nombre ya no puedo acordarme.
Y desde hoy, La Parlanchina te va a escribir a ti. Le doy a ella la pluma.
Bienvenida a la oficina central de reflexiones innecesarias.
Nos leemos la próxima semana.
Isabella Ibañez
La escritora detrás de La Parlanchina
absolutamente increíble, me encantó!
Excelente👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻